miércoles, 24 de marzo de 2010

A propósito de mi nuevo libro...sólo una puntita

Robots
Emigró el dos mil diez a Japón. Había dejado su natal San Francisco para arribar a Lima y luego de unos trámites, que incluían cambio de apellidos, se fue a Japón, específicamente a Kyoto, para trabajar en lo que fuera, pues el trabajo le había sido esquivo en su tierra.
Ciertamente, jamás quiso permanecer en la situación de sus paisanos. Siempre aspiró un status como el que ostentaba Mr. Swift, el antropólogo que se había hecho amigo de su familia y a quien, desde que tenía uso de razón, miraba llegar a su casa cada cinco o seis meses y se quedaba durante cinco o seis días, días en que comían de lo mejor, pese a que, coincidentemente, su padre se ausentaba.
Renegaba de sus hermanos del pueblo. No concebía el cómo se ganaban la vida ni la manera en que vivían y establecían relaciones sociales. Él no estaba para eso. Se conocía. Había crecido un poco más que el común de sus paisas y era de tez un poco más clara que sus hermanos de comunidad. Él se conocía.
Supo aprovechar sus ojos rasgados. Las personas ante quienes realizó los trámites para salir del país, aunque con algún hálito de duda, creyeron en su ascendencia nipona, así que permitieron su salida.
Él creía que lo que más le favoreció en sus gestiones de emigración, además de su físico, fue su nuevo apellido paterno. De Suif Curmayari Satalay en Ucayali, pasó a llamarse Swif Kumakahi Satalay; incluso el nombre se lo habían arreglado para darle una forma más extranjera.
Llevaba seis años en Japón. Laboraba en una empresa ensambladora de autos. Ganaba muy bien, incluso para solventar el ritmo de vida y consumo de esa nación asiática. Se sentía orgulloso de estar participando en el ensamblaje de un auto ultramoderno solicitado por el esposo de la reina de Inglaterra.
El auto, además de comodidades como frío bar, aire acondicionado, diseño aerodinámico, cierre de puertas y ventanas superseguro y automático, equipo de música digital, televisión, internet y otros detalles, estaba protegido contra robos y atentados con todo tipo de armas y municiones y podía desarrollar velocidades que casi equiparaban a las de un avión.
Las características del auto requerían de muchísima precisión en el ensamblado, por lo que, el ahora, Swif se sentía muy bien trabajando junto a un compañero mexicano y un robot, en esa máquina.
Kim, el robot, era de gran ayuda; en realidad todo el lugar estaba pleno de robots. Esta situación era narrada con gusto por Swif en los mails que enviaba a sus amigos ucayalinos.
Era sábado. Swif se disponía a tomarse el consabido fin de semana, así que, puesto que eran de venta ordinaria en Kyoto, adquirió un multifuncional robot para que ayude en las labores caseras, aunque él quería que el androide realice todos los quehaceres. Sorprendió a todos en su hogar. Lo llevó a casa y se lo presentó a su mujer y a sus dos hijos. Lo bautizó con el nombre de Shushupe. Estaba orgulloso de su compra.
Luego de gozar su nuevo “juguete” todo el sábado por la tarde y todo el domingo, el lunes tomó su bicicleta y fue a laborar.
En la puerta de la ensambladora los vigilantes le dijeron que el administrador quería conversar con él. Subió al segundo piso y, mientras esperaba su turno de atención, contemplaba todo el movimiento de la planta ensambladora. -¡Kumahaki!- escuchó, justo cuando observaba algo que lo dejó perturbado. En la lacónica lengua de esa tradicional nación oriental el administrador le dijo:
-Kumahaki, habrá usted observado que ya no trabaja un solo operario en la planta. Baje a recoger su liquidación y gracias por sus servicios.
Callado, sorprendido, Swif obedeció al administrador, se dirigió a casa. Allí, furioso, tomó el control, llamó a Shushupe y, mientras el robot se acercaba a su propietario, recordó que en una pared de su salita pendía un largo instrumento propio de un deporte sobre el que nada conocía: un bate de beisbol; lo tomó, esperó y… ¡crash!... eliminó su hogareña adquisición.
Se sintió vengado.

Carlos Eduardo Zavaleta Rivera y El Montañista: La vida de los nevados

De la pléyade de escritores a los que, a través de su poética o de su prosa, suelo acercarme, Carlos Eduardo Zavaleta Rivera se sitúa en un lugar preferente. Este escritor ancashino (Caraz,1928), además de ser figura relevante de la Generación del 50, también es miembro activo de la Academia Peruana de la Lengua y docente de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos.

Que sea representante de la Generación del 50, no quiere decir que ya no escriba, por el contrario, sigue brindándonos lo mejor de su pluma con la agilidad, espontaneidad, impecable estilo y corrección de siempre; en este sentido, me precio de haber sido su alumno durante mis estudios de postgrado.

Navegaba en el internet, cuando leí un relato brevísimo titulado El Montañista, fechado el año 2003 y de autoría de nuestro preclaro creador. La facilidad de lectura y la profundidad de la temática me llevaron a explorar y hallar, en corta extensión, gran sustancia.

El valorar la naturaleza, más que una necesidad en el poblador del ande, es un don con el que éste nace. La admiración y orgullo por el medio que lo rodea –el verdor de los sembríos, el pardo gris de los cerros más bajos y la blancura de los nevados- es inmanente al poblador serrano, es por ello que contacta y se comunica profundamente con lo natural, sintiendo aquello que el común de la gente deja pasar.

“La montaña te ha visto por fin, lo sientes no sólo en el gorro de nieve, sino en el pecho de la mole,…”. Hermosa expresión con la que se inicia el cuento que nos entrega el tema que motiva y es objetivo del presente artículo: explicar cómo Zavaleta representa fielmente la visión andina de la naturaleza, específicamente, de los nevados.

Recurriré a una parte de las líneas citadas en el párrafo anterior: “La montaña te ha visto por fin,…”. Empieza el personaje central de este relato, escrito de modo que se entabla comunicación entre el autor y su personaje, por alertarnos dando fe del sentido de la vista que posee el nevado, nevado al que ha retado debido a una valentonada nimia que ha sido receptada por este fenómeno orográfico, pues el protagonista, a decir del escritor, fue a la montaña “… por lenguaraz, dijiste que venías del Callejón de Huaylas, donde, de estudiante, habías escalado hasta el pecho del Huandoy, y ahora te venció la lengua y dijiste que ese gorrito de nieve era un buen ensayo de montaña grande, y los demás se rieron,…”.

La montaña tiene vida, es indiscutible. Ella tiene en sus enormísimos brazos al montañista y, permítome hablarle a éste, “… y sientes que ella late, te mira, y vive frente a ti”; has sentido y has auscultado el corazón del nevado.

Pero, precisamente, aquí, es decir, luego de la afirmación previa, es que nos damos cuenta de que el nevado, además del sentido de la vista, posee el del oído, porque, señor protagonista “… ahora sabes que el nevado oyó”.
El nevado es un gran hombre, más que hombre, una divinidad que infringe temor a quien osa desafiarlo. Lo enceguece para hacerlo llorar elevando enésimamente su blancura y su luz; sin embargo, otorga el beneficio de sus grietas ensombrecidas para superar el miedo a su brillo y a su enormidad, pero que el protagonista no emplea.

Nadie lo sabe, en todo caso, sólo yo lo sé y lo percibo y lo siento a través de la pluma de Zavaleta, porque a medida que he avanzado en la lectura del relato, me he sumergido en él, pues como el insignificante y timorato retador del nevado, he sentido que la montaña se ha movido y también ruedo y caigo “como un guiñapo que no termina de rodar….”. Con El Montañista, el maestro Carlos Eduardo Zavaleta, aún cuando soy limeño, mi madre liberteña y escribo este breve artículo en la selva, ha despertado mi raíz paterna, serrana, yauyina, acashina.

Cumplí mi objetivo… ¡La montaña… el nevado, que lo diga un ancashino, tiene vida!

Yarinacocha, Ucayali, 20 de marzo del 2008.



EL MONTAÑISTA
Autor: Carlos Eduardo Zavaleta Rivera

La montaña te ha visto por fin, lo sientes no sólo en el gorro de nieve, sino en el pecho de la mole, en las grietas donde, de modo increíble, el sol de mediodía no penetra, dibujando, al revés, líneas diagonales de sombra.

Quién lo dijera, el sol no puede iluminar esos pliegues, esas grietas que serían minúsculas si tú pudieras volar como un pájaro y mezclar en tus ojos el espejo resplandeciente del nevado con esas rayas sombrías. Si fueses pájaro digo.

Sólo ahora entiendo mi error. No he traído lentes oscuros sino los habituales, apenas teñidos en un arco leve que deja el resto muy claro, despejado, indemne, como quien se entrega a quemarse en la mañana, y no únicamente a los rayos del sol.

El error se agranda y comprendes aún más: de cerca, la montaña es demasiado enorme para ti, para tus medidas de hombre, y sientes que ella late, te mira, y vive frente a ti. Quizá vaya a quemarte empezando por tus ojos, que ya no pueden más, que se cierran apenas saltas del andarivel y quedas a merced de la excesiva luz que jamás creíste hallar (cuando estabas abajo). Has venido por el aire como un niño en su cochecito de juguete y ¡zas! Quedaste ciego por un rato.

Los demás visitantes sí ven y aprovechan la cumbre del nevado para ponerse de espaldas y mirar el cerco inmenso de montaña sin nieve. Sí, descubres el nevado, está mirando también a las montañas grises, desnudas, hallan diálogo entre ellos, y tú eres el intruso, el equivocado, el hombre sin lentes debidos y que aún se cubre los ojos con las manos, a fin de mirar cautelosamente entre los dedos y decidir qué hacer, qué gritar, mientras que los demás ya chillan como niños felices que han cumplido el viaje.

Doy unos cuantos pasos para alejarme del resplandor y siento que el nevado me ve de espaldas, sabe que voy a huir, pero se burla de mis piernas tambaleantes, de la miopía (ya no estoy ciego, sólo miope) que me impide correr como los otros viajeros felices, quienes alzan los brazos de júbilo hacia los muñequitos de abajo, del fondo, que nos hacen señales de júbilo.

Me animo a reunirme con ellos. La montaña late y quizá va a moverse. Entonces me hago el modesto y me escurro hacia una línea de sombra y veo subir esta vez los andariveles vacíos. Sé que los demás montañistas seguirán contemplando el filo del abismo, la grieta donde debería concluir la nieve. El andarivel debe salvarme.
Doy unos pasitos de miope cuyos ojos han empezado a lagrimear; no soporto la luz sobre la nieve, siempre he visto los nevados desde abajo, era suficiente, ¿y ahora qué hago?.

¿Por qué viniste? No lo sé, por curiosidad, por lenguaraz, dijiste que venías del callejón de Huaylas, donde, de estudiante, habías escalado hasta el pecho del Huandoy, y ahora te venció la lengua y dijiste que ese gorrito de nieve era un buen ensayo de montaña grande, y los demás se rieron, pero ahora sabes que el nevado oyó.

Por un rato, de espaldas a la cumbre, lagrimeando, ves el círculo de montañas grises y civilizadas, donde debiste permanecer, el círculo de calma y sonrisa, una especie de corona al aire que por fin te envuelve. Quizá te meces, abres los brazos y crees que todo el mundo va a volar, menos la línea de hombrecitos de abajo, con sacones y gorros. Ahí viene la cadena de andariveles vacíos, blanco, de brillo y quemazón en los ojos cuyas lágrimas es imposible disimular.
¡Montaña del carajo!, digo fuerte, salto a sentarme en el primer andarivel, veo que la línea de montañistas me mira, me hace señas, pero el nevado se ha movido adrede y yo resbalo y hasta me veo rodar y caer como un guiñapo que no termina de rodar. Ahí voy yo. Ahí va él.