Robots
Emigró el dos mil diez a Japón. Había dejado su natal San Francisco para arribar a Lima y luego de unos trámites, que incluían cambio de apellidos, se fue a Japón, específicamente a Kyoto, para trabajar en lo que fuera, pues el trabajo le había sido esquivo en su tierra.
Ciertamente, jamás quiso permanecer en la situación de sus paisanos. Siempre aspiró un status como el que ostentaba Mr. Swift, el antropólogo que se había hecho amigo de su familia y a quien, desde que tenía uso de razón, miraba llegar a su casa cada cinco o seis meses y se quedaba durante cinco o seis días, días en que comían de lo mejor, pese a que, coincidentemente, su padre se ausentaba.
Renegaba de sus hermanos del pueblo. No concebía el cómo se ganaban la vida ni la manera en que vivían y establecían relaciones sociales. Él no estaba para eso. Se conocía. Había crecido un poco más que el común de sus paisas y era de tez un poco más clara que sus hermanos de comunidad. Él se conocía.
Supo aprovechar sus ojos rasgados. Las personas ante quienes realizó los trámites para salir del país, aunque con algún hálito de duda, creyeron en su ascendencia nipona, así que permitieron su salida.
Él creía que lo que más le favoreció en sus gestiones de emigración, además de su físico, fue su nuevo apellido paterno. De Suif Curmayari Satalay en Ucayali, pasó a llamarse Swif Kumakahi Satalay; incluso el nombre se lo habían arreglado para darle una forma más extranjera.
Llevaba seis años en Japón. Laboraba en una empresa ensambladora de autos. Ganaba muy bien, incluso para solventar el ritmo de vida y consumo de esa nación asiática. Se sentía orgulloso de estar participando en el ensamblaje de un auto ultramoderno solicitado por el esposo de la reina de Inglaterra.
El auto, además de comodidades como frío bar, aire acondicionado, diseño aerodinámico, cierre de puertas y ventanas superseguro y automático, equipo de música digital, televisión, internet y otros detalles, estaba protegido contra robos y atentados con todo tipo de armas y municiones y podía desarrollar velocidades que casi equiparaban a las de un avión.
Las características del auto requerían de muchísima precisión en el ensamblado, por lo que, el ahora, Swif se sentía muy bien trabajando junto a un compañero mexicano y un robot, en esa máquina.
Kim, el robot, era de gran ayuda; en realidad todo el lugar estaba pleno de robots. Esta situación era narrada con gusto por Swif en los mails que enviaba a sus amigos ucayalinos.
Era sábado. Swif se disponía a tomarse el consabido fin de semana, así que, puesto que eran de venta ordinaria en Kyoto, adquirió un multifuncional robot para que ayude en las labores caseras, aunque él quería que el androide realice todos los quehaceres. Sorprendió a todos en su hogar. Lo llevó a casa y se lo presentó a su mujer y a sus dos hijos. Lo bautizó con el nombre de Shushupe. Estaba orgulloso de su compra.
Luego de gozar su nuevo “juguete” todo el sábado por la tarde y todo el domingo, el lunes tomó su bicicleta y fue a laborar.
En la puerta de la ensambladora los vigilantes le dijeron que el administrador quería conversar con él. Subió al segundo piso y, mientras esperaba su turno de atención, contemplaba todo el movimiento de la planta ensambladora. -¡Kumahaki!- escuchó, justo cuando observaba algo que lo dejó perturbado. En la lacónica lengua de esa tradicional nación oriental el administrador le dijo:
-Kumahaki, habrá usted observado que ya no trabaja un solo operario en la planta. Baje a recoger su liquidación y gracias por sus servicios.
Callado, sorprendido, Swif obedeció al administrador, se dirigió a casa. Allí, furioso, tomó el control, llamó a Shushupe y, mientras el robot se acercaba a su propietario, recordó que en una pared de su salita pendía un largo instrumento propio de un deporte sobre el que nada conocía: un bate de beisbol; lo tomó, esperó y… ¡crash!... eliminó su hogareña adquisición.
Se sintió vengado.
Emigró el dos mil diez a Japón. Había dejado su natal San Francisco para arribar a Lima y luego de unos trámites, que incluían cambio de apellidos, se fue a Japón, específicamente a Kyoto, para trabajar en lo que fuera, pues el trabajo le había sido esquivo en su tierra.
Ciertamente, jamás quiso permanecer en la situación de sus paisanos. Siempre aspiró un status como el que ostentaba Mr. Swift, el antropólogo que se había hecho amigo de su familia y a quien, desde que tenía uso de razón, miraba llegar a su casa cada cinco o seis meses y se quedaba durante cinco o seis días, días en que comían de lo mejor, pese a que, coincidentemente, su padre se ausentaba.
Renegaba de sus hermanos del pueblo. No concebía el cómo se ganaban la vida ni la manera en que vivían y establecían relaciones sociales. Él no estaba para eso. Se conocía. Había crecido un poco más que el común de sus paisas y era de tez un poco más clara que sus hermanos de comunidad. Él se conocía.
Supo aprovechar sus ojos rasgados. Las personas ante quienes realizó los trámites para salir del país, aunque con algún hálito de duda, creyeron en su ascendencia nipona, así que permitieron su salida.
Él creía que lo que más le favoreció en sus gestiones de emigración, además de su físico, fue su nuevo apellido paterno. De Suif Curmayari Satalay en Ucayali, pasó a llamarse Swif Kumakahi Satalay; incluso el nombre se lo habían arreglado para darle una forma más extranjera.
Llevaba seis años en Japón. Laboraba en una empresa ensambladora de autos. Ganaba muy bien, incluso para solventar el ritmo de vida y consumo de esa nación asiática. Se sentía orgulloso de estar participando en el ensamblaje de un auto ultramoderno solicitado por el esposo de la reina de Inglaterra.
El auto, además de comodidades como frío bar, aire acondicionado, diseño aerodinámico, cierre de puertas y ventanas superseguro y automático, equipo de música digital, televisión, internet y otros detalles, estaba protegido contra robos y atentados con todo tipo de armas y municiones y podía desarrollar velocidades que casi equiparaban a las de un avión.
Las características del auto requerían de muchísima precisión en el ensamblado, por lo que, el ahora, Swif se sentía muy bien trabajando junto a un compañero mexicano y un robot, en esa máquina.
Kim, el robot, era de gran ayuda; en realidad todo el lugar estaba pleno de robots. Esta situación era narrada con gusto por Swif en los mails que enviaba a sus amigos ucayalinos.
Era sábado. Swif se disponía a tomarse el consabido fin de semana, así que, puesto que eran de venta ordinaria en Kyoto, adquirió un multifuncional robot para que ayude en las labores caseras, aunque él quería que el androide realice todos los quehaceres. Sorprendió a todos en su hogar. Lo llevó a casa y se lo presentó a su mujer y a sus dos hijos. Lo bautizó con el nombre de Shushupe. Estaba orgulloso de su compra.
Luego de gozar su nuevo “juguete” todo el sábado por la tarde y todo el domingo, el lunes tomó su bicicleta y fue a laborar.
En la puerta de la ensambladora los vigilantes le dijeron que el administrador quería conversar con él. Subió al segundo piso y, mientras esperaba su turno de atención, contemplaba todo el movimiento de la planta ensambladora. -¡Kumahaki!- escuchó, justo cuando observaba algo que lo dejó perturbado. En la lacónica lengua de esa tradicional nación oriental el administrador le dijo:
-Kumahaki, habrá usted observado que ya no trabaja un solo operario en la planta. Baje a recoger su liquidación y gracias por sus servicios.
Callado, sorprendido, Swif obedeció al administrador, se dirigió a casa. Allí, furioso, tomó el control, llamó a Shushupe y, mientras el robot se acercaba a su propietario, recordó que en una pared de su salita pendía un largo instrumento propio de un deporte sobre el que nada conocía: un bate de beisbol; lo tomó, esperó y… ¡crash!... eliminó su hogareña adquisición.
Se sintió vengado.