Termino las compras del mercado y, raudo, me dirijo hacia el motocarro para enrumbar a mi casa. Escucho el crujir de mi estómago. Tengo hambre. Casi por subir al vehículo, escucho: "Qué rico cachete".
Siento que es una burla mayúscula, porque tengo un pequeño corte en el cachete derecho, pero no puedo responder la ofensa. El motocarrista inicia la marcha y me dice: "A la huambra le gusta su cachete". Sonrío por no darle un golpe en el rostro.
Él inicia una conversación y me dice cosas que golpean fieramente mi hígado: "Usted no es de Pucallpa, ¿diga?", "Usted trabaja en el gobierno regional, ¿diga?", "Un lado de su pecho quería a la huambra, ¿diga?", "Usted le gustaba a ella porque tiene el cachete partido". Esto último colmó mi paciencia y baje de ese maldito motocarro.
Hoy, diez años después, recuerdo ese evento y sonrío y reflexiono sobre lo diverso y dinámico de la comunicación. Sonrío cuando evoco este suceso y me digo: "se refería a mi barbilla partida". Sí, porque aquí, en la selva, barbilla es cachete, y pienso que si cambian el significado de cachete por el convencional para los hablantes hispanos del resto del mundo, entonces desaparece la selva peruana. Doy gracias a Dios, porque nuestros procesos comunicativos, además de vinculantes, son productivos y, sobre todo, creativos. Comuniquémonos.
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