miércoles, 4 de mayo de 2011

Crónica de retorno de un emigrante

Después de casi tres años retorno a mi tierra. He permanecido en la calidísima región Ucayali. Me he nutrido de la exótica y erótica naturaleza amazónica. Pero el terruño llama. Así que he comprado los pasajes para estar unos días en la casa de mis viejos en el Callao -todavía, el Callao-. Aún algo nublado, en esta semana santa del 2011. Por fin he aterizado en mi pueblo natal...Lima.

Abordo la combi y quiero llorar. Los olores a traspiración de ajetreo laboral mañanero, a smog y a desayuno al paso me forman un nudo en la garganta. Sin embargo, se ha fijado en mis narices ese hedor salino que me permite evocar aguas verdes y arroz con pato, y mi cuerpo se estremece. Hay frío, pero quiero hacer eso que añoro siempre, eso que la laguna de Yarinacocha y el río Ucayali han querido proveerme y no lo han logrado. Quiero hundirme en el mar limeño.

En este mes de abril temo a Cantolao y a La Punta, así que me decido por Las Conchitas.

Luego de una hora de viaje, llego a la casa de mis padres, pero sólo para llorar un momento e inmediatamente reponerme y enrumbar a la playa anconera. Llego en veinte minutos. Sólo en tres minutos, después de bajar de la cúster, ya estoy nadando y revolcándome con las olas heladas. Diez minutos despues y semimorado, salgo de las aguas y pateo un plato de tecnopor y salpican los restos de quien en vida fue un raquítico pollo (a juzgar por las dimensiones del hueso). A los pocos pasos me siento y algo suena: es un vaso descartable que alguien -posiblemente, debido al "peso"- dejo a medio enarenar.

Miro a un heladero, lo llamo y le compro un barquillo. Me escucha y me dice que soy de la selva. Sólo sonrió y le pago; él se va. Hay, a poquísimos metros, una chica que me mira con algo en sus ojos que creo que es lascivia. Supongo que lo hace porque ha escuchado que soy de la selva y lo cree. Pienso en que no me importa que lo crea, porque estoy feliz de haber dejado, aunque por unos días, de ser un provinciano en Pucallpa y retornar a mi situación de capitalino.

Me incorporo y me sumerjo diez minutos más. ¡Qué placer!. Salgo nuevamente y me dispongo a retirarme. Alguien me ofrece aguadito y me siento más limeño, aunque no lo compro. Regreso a la casa que me albergará por veinticuatro horas.

Estoy feliz. Ya puedo retornar a la selva por dos o tres año más; después de todo, es mi segunda tierra y tampoco puedo vivir sin ella.

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