viernes, 20 de mayo de 2011

Sesenta y nueve formas de amar - I

Abril del dos mil. Comienzo mi vida en la selva. El calor es, para un limeño recién llegado a Pucallpa, poco soportable. Bajo del bus que en veintiséis horas me trajo de Lima y espero a mi hermano. Él me consiguió la plaza de profesor de lengua en este lugar.

Estoy en el terminal. Repentinamente, cae una torrencial lluvia. Quiero volver a mi tierra. Me siento provinciano, pero uno tímido e introvertido. Pensar qué será de mí en Pucallpa me abstrae. La lluvia arrecia y siento miedo. Salgo de mis cavilaciones y observo espaldas desnudas de las mujeres amazónicas, minifaldas cortísimas, sí, porque la minifalda es cortísima de por sí, pero éstas son mucho más cortísimas. Todas las damas que miro tienen rostros parecidos, cuerpos parecidos. Creo que todas me miran y que todas me seducen. Debe ser porque no he tenido sexo desde hace un mes y medio.

-¡Carlos… quédate ahí… ya voy!-. Es mi hermano y lo veo raro, porque lleva un poncho de aguas, está conduciendo una moto ciento cincuenta roja, pero es mucho más raro porque está uniformado de policía.

-¡Hola, Jesús,… cómo te va!

Chorreante se aproxima.

-¡Vamos a la regional… tu plaza está lista!

Me pongo a pensar en por qué me dijo quédate ahí, si creo que él sabía que no me iba a mover; nadie se hubiera querido mojar. Pienso en qué momento se puso uniforme, si hacía doce años era de la policía de investigaciones. Pienso también en qué momento aprendió a conducir una moto, aunque esto sí se veía bien.

Me presta su poncho de aguas, me dice que suba a la moto y él conduce raudo hacia la regional. De pronto un gran trueno; la lluvia cesa; bochorno; sudor. Sin embargo, las nubes siguen negras…

-¡Ya llegamos… no te confíes… quédate bajo esta ramada!

Dónde están los monos, dónde las serpientes, en qué lugar se esconden los loros y los papagayos. Pucallpa es una ciudad; no hay animal alguno, excepto los perros vagabundos y flacos que se ven a esta hora de la mañana y, en las canaletas por donde discurren las aguas de las precipitaciones, las ratas. Percibo que lo que sí es cierto es que las mujeres son muy sensuales y sexuales.

Mi hermano me está hablando, sé que lo está haciendo, pero no sé de qué. Mientras me dice algo, la lluvia vuelve y él me dice que me dijo que ya ves, que no me confiara. Mira su reloj y me dice que se está haciendo tarde. Corre bajo la lluvia y se moja. Corre y se resbala ligeramente. Se recompone y sigue corriendo. Entra a la regional. Al rato me mira desde la puerta y me muestra, sonriente, un papel blanco. Me imagino qué es. Me alegro y corro hacia él. No me importa la lluvia. Leemos el papel y nos reímos. Mojados, cruzamos la calle, entramos en una tiendita y nos tomamos una cerveza. Paradójicamente, la liquidamos.

-¡Sube a la moto, ya te has mojado, pero ponte el poncho!

Le obedezco, no porque es mi hermano mayor o porque es policía, sino porque noto en él alguien que no ha cambiado. El mismo que me sacaba de apuros en Lima. El mismo que me defendía. El mismo que se ganaba los golpes por mí. El mismo que dos días antes de casarse continuaba con otra enamorada. Pero ahora lo obedezco, porque además, aunque por propia iniciativa, me ha traído a la selva y trabajaré de profesor gracias a él, por lo menos este año.

En cinco minutos, y luego de pasar por un arcilloso y rojo barrizal, llegamos al colegio donde trabajaré. Bajo de la moto, mientras me dice que me va a recoger a las seis para llevarme a su casa. Volteo a mirarlo y me despido de él. Está muy empapado. Me recibe el poncho de aguas, lo coloca entre sus piernas, me sonríe y se va. Me dirijo, resbalándome, al colegio y a media voz me digo: Me ama.

No hay comentarios: